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Suerte gemela.

El par de tías que tenia Horacio, no hacía otra cosa que joder. El muchacho tenía ocho años ya viviendo con ellas, un par de viejas solteronas y algo hurañas, jamás se habían casado ni tenido hijos. Ambas profesoras de literatura ya jubiladas. Con un humor bastante denso y un trato más rancio, que las salchichas en salmuera de la tienda del centro. El par de mellizas en su juventud habian sido muy hermosas, pero aquel sentir que nadie las merecía, enturbió su concepto de amor y matrimonio. La hermana mas pequeña de ellas, se había casado con un buen hombre sin mucha fortuna, pero muy diestro en su oficio de carpintero. Las mellizas siempre criticaron mucho el marido a su hermana, por considerarlo tan “poca cosa”. Su hermana no hacia mucho caso, solo les sonreía con un dejo de compasión. Horacio nació casi enseguida. Era un niño regordete de ojos verdes como los de su madre, y cabello color chocolate e hirsuto como el del padre. Sus padres lo criaron con cierta esplendidez en cuanto a cariño, ya que en lo económico no había mucho que despilfarrar. Ocho años antes, mientras volvían de entregar un comedor recién barnizado, los padres de Horacio murieron al volcárseles la camioneta. El chico se tuvo que mudar con las tías, única familia que le sobreviviera. Las mismas que ahora vivían holgadamente de su doble pensión cada una, en la enorme casa que fuera de los abuelos. Los padres de Horacio dejaron por toda herencia, un pequeño departamento en los suburbios y el seguro de vida del padre, que incluía un fideicomiso para los estudios universitarios del joven.

Horacio había pasado de ser un chico amado y procurado, a ser un sobrino mal criado y pretencioso. El par de tías le solapaban su mala conducta cambiándolo de un colegio a otro, dándole dinero para sus antojos y vistiéndolo mejor que un príncipe. Les preocupaba mucho lo que dijeran de ellas, en el círculo de señoras adineradas que frecuentaban como amistades en común. Los sábados de canasta y macramé en casa de doña Elvira, serian un tormento de no proporcionarle al chico todo lo que les pidiera. Era mucho más fácil hacerse de la vista gorda y aflojar un poco de dinero, que intentar enderezar una rama que se estaba torciendo tanto.
Conforme Horacio creció en tamaño, igual lo hizo su desfachatez y cinismo. Ahora no solo era un “estate en paz” el que las viejillas le dieran dinero cada que el lo necesitaba, ahora ya era una obligación que no hallaban como evadir. Las tías le echaban en cara cada que les era posible, que su padre fue un pobre muerto de hambre, que todo lo que tenia se lo debía a ellas, le gritaban intentado contener lo incontenible, y el muchacho respondía agresiva y burlonamente. Le pedían que volviera antes del anochecer pero él se iba azotando la puerta.
Cuando el verano terminó y el muchacho tenía que matricularse para el próximo año de universidad, las tías desaparecieron.
Cuando las vecinas y amigas las echaron de menos, fueron a casa, llamaron por teléfono y preguntaban al chico por ellas cuando lo encontraban en la acera. La respuesta del jovencillo, siempre era la misma. Se habian ido a Guadalajara a pasar un tiempo de descanso con una prima. Que volverían de un día para otro y que no había de que preocuparse. Que todo estaba en orden.
A nadie le cayó de extraño que en la casa de los abuelos se realizara tamaño fiestón, para festejar el cumpleaños veintitrés de Horacio. No estando el gato, los ratones hacen fiesta.
El semestre en la facultad de medicina había empezado. La rutina parecía volver a su normalidad, luego de uno de los veranos mas calientes de toda la historia en la Ciudad de México.
El chico sacaba el auto del jardín para irse a la facultad por ahí de las diez de la mañana, los vecinos lo veían regresar y recoger el correo en el buzón de la entrada. Por las noches salían juntos él y los tres cachorros terrier de sus tías, a correr por la cuadra.
Ese viernes el profesor de anatomía se había extendido, la clase no terminó hasta las siete y media. Horacio y sus amigos se habian tomado unas cuantas cervezas en el local de costumbre, ese que parece una casa común por fuera, y que por dentro es cantina, tragadero y burdel de los universitarios, a cuatro cuadras de la estación del metro. Las cervezas y la buena charla habian hecho que se perdiera el sentido del espacio-tiempo. Todos salieron de ahí ya muy tarde.
Sobre la avenida de los Insurgentes, una patrulla se empareja con el auto de Horacio que venia invadiendo el carril de al lado, y le pide el oficial a bordo que se orille (a la orilla).
El chico mira de manera nerviosa por el espejo retrovisor el reflejo de un oficial dispuesto a pedirle sus documentos y obligarlo a “hacer el cuatro”. A Horacio no le queda otra que mostrase amable y cooperativo, por que el dinero que cargaba le sirvió para pagar la ronda que le invito a los amigos antes de despedirse. El oficial le pide sus documentos pero, que estudiante descuidado de veintitantos, trae consigo la licencia de conducir? Le pide que descienda del vehiculo, como es de imaginarse, el hombre capta el aliento alcohólico y tiene que pasar a otro nivel de “inspección”. Que abra la cajuela, le pide el policía. El chico comienza a sudar frío y a temblar de rodillas y manos.
No se que tan cierto sea, pero los policías parecen tener un sexto sentido para advertir a una persona nerviosa.
El uniformado hace señas a su pareja que viene en la patrulla para que baje y lo acompañe. Ahora son dos pares de ojos, los que presionan a Horacio, los que no le quitan la vista de encima mientras abre la cajuela.
El muchacho no puede evitar sudar como cerdo (si, como cerdo).
Cuando el interior de la cajuela queda expuesto, un par de bolsas negras saltan a la vista. Los policías preguntan a Horacio por lo que hay en el interior. El pobre idiota veinteañero, con la voz entre cortada, la boca babeante y los ojos enrojecidos, dice frotándose las manos, con tono como entre broma y en serio, que se trata de los cadáveres de sus tías. Uno de los oficiales se dobla de la risa (claro que no le creen, quien le creería a un babeante mocoso, que en la cajuela trae dos cadáveres?). El otro uniformado le hace coro a su compañero, al mismo tiempo que saca la navaja que cuelga de su cinto para picar una de las bolsas.
Una mano verde con uñas exageradamente largas sale como escupida del plástico negro. Los policías intercambian miradas poniendo instintivamente la mano derecha sobre sus armas. – Si -dice Horacio ahora con cara de demencia y mirada perdida- yo las maté ¡ Y si pudiera las mataría de nuevo¡
09 Agosto, 2010
Lilymeth Mena.
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2 comentarios:

Helio dijo...

Es lo que tienen las facultades de medicina, siempre hacen falta cadáveres. ;)

Lilymeth Mena dijo...

A mi lo que me hacen falta son vivos ¡¡ jajaja Besos Helio.