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Ronroneando.


En casa de los Arévalo el aire se sentía tan pesado, que podía cortarse en rebanadas. Hacía nueve meses que el hijo más joven estaba en cama agobiado por un virus de quirófano, esos que se le suben a uno durante alguna cirugía. A Ture, le habían realizado una de apéndice. Y con el paso de los meses en lugar de aliviarse se ponía peor, este virus estaba acabando con él. Le estaba atacando músculos y tejido.

Su cuerpo antes habituado al fútbol americano, ahora apenas lo mantenía sin respiradores ni tubos. Lo habían dado de alta para que terminara de recuperarse en casa, el peligro había pasado pero se le veía mal. Todo el tiempo se sentía en extremo fatigado y adolorido, a pesar de dormir muchas horas durante el día.
Se le notaba disminuido, casi pequeño.
El fisioterapeuta les advirtió que la recuperación seria lenta y fatigosa. Que tenían que apoyarlo todo lo posible sin caer en desesperación, mas aun, intentar distraerlo para que sobrellevara el dolor constante.
Sus padres, ya adultos mayores, se mordían los nudillos haciendo cuentas, luego de casi un año de pagar especialistas, medicinas, terapias. Pero intentaban toda cura prometida. Sus demás hijos ya vivían cada uno con su familia, esposa, hijos. Solo Ture los acompañaba en su vejez.

La luna llena caía sobre los tejados como una lluvia luminosa. Los techos a dos aguas parecían arrugarse de tanta blancura como pañuelos mal planchados. La plancha se ha quedado sin vapor.
El pobre Ture sudaba en abundancia mientras sufría uno de sus sueños recurrentes. Se miraba así mismo suspendido sobre un abismo, sus intentos de moverse o volar eran inútiles, terminaba sintiendo como todo su peso lo jalaba hacia abajo y caía. Se despertaba alterado, pero gracias a su medicación volvía a encontrar el sueño casi enseguida.
Marla, su gata negra, se le acurrucaba sobre los pies para preservar calor, habían sido compañeros desde la infancia de ambos, ahora los dos tenían doce años mas que cuando su padre le entrego a la minina dentro de una caja de cartón para su cumpleaños. En la casa todos sabían que para Ture su gata era intocable. Por eso aun estando enfermo le permitían al felino dormir sobre su amo como de costumbre.
La señora Arévalo entró al cuatro de su hijo para medirle la temperatura a las tres de la madrugada, como venia haciendo los últimos meses. Se fue cerrando la puerta cuidadosamente para no despertarlo.
Marla vigilaba los movimientos de la diminuta mujer con los ojos entrecerrados, como fingiendo que dormía. Cuando la anciana salió, la gata se puso de pie. Sus patitas negras caminaron lentamente sobre el cuerpo de su amo buscando llegar hasta su rostro. Los bigotes se le movían cuando ella daba un pasito, la cola cadenciosamente raspaba el ambiente que había sobre la cama. Ture sudaba frío cuando su mascota llegó a pararse sobre su pecho, los ojos amarillentos y brillantes lo miraban fijamente. El muchacho sufría dolor intenso mientras flotaba sobre el abismo de su sueño repetido.
Marla se sentó con toda la calma posible entre el pecho y el cuello de su dueño. Se detuvo un instante a mirar el sufrimiento de su amo, a cuantificarlo.
La gata acerco su hocico a la boca de su amo, tanto, que parecía que le daba un beso.
Por los labios entre abiertos de Ture, escapó su aliento, Marla lo absorbió con avidez, todo, sin dejar escapar ni un solo suspiro. Cuando el cuerpo inerte del joven se sacudía levemente por última vez, la gata ya se preparaba para saltar por el balcón hacia la terraza del vecino.
01 de Julio, 2010
Lilymeth Mena.
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